La creación del sistema de Alta Dirección Pública ha sido uno de los avances más significativos en materia de modernización del Estado de los últimos años. Esta institucionalidad ha permitido generar un proceso razonablemente transparente y meritocrático a la hora de seleccionar altos cargos en la administración del Estado. Gracias al nuevo sistema se ha creado un estamento técnico que convive con el actor político y con el funcionario de carrera: el gerente público profesional.
El sistema ha mostrado su capacidad de atraer postulantes del sector privado y ser una posibilidad cierta de generar proyectos a largo plazo sin importar que gobierno esta cada 4 años. Sin embargo, el sistema no ha logrado entregar los resultados esperados.
Lo que ocurre, al parecer, es que al cambiar la coalición gobernante se impone el criterio de la confianza política por sobre otras consideraciones. Si bien nuestro sistema ha instalado un estricto examen de idoneidad técnica del postulante al ingreso; el nombramiento es una decisión política del ejecutivo para aquellos que pasan dicho filtro. Siendo así, al cambiar la coalición gobernante, los profesionales nombrados en la administración anterior dejarán de ser de confianza de la entrante.
Las consecuencias de este hecho son variadas. Si se propaga la idea que al cambiar la coalición los directivos seleccionados por alta dirección pública serán removidos, el sistema pierde atractivo, y puede ser percibido como un mero formalismo que sólo valida la confianza política y personal como único criterio de selección y remoción. Al perderse la confianza en el sistema, es probable que se reduzca el número y la calidad de los postulantes y, se debilite un principio fundador de nuestro sistema: el acceso por mérito. Es en los momentos claves, como lo son los cambios de gobierno, en que se debe apreciar las fortalezas de este sistema de Alta Dirección Pública e imaginar mejoras que puedan fortalecerlo.
Aparentemente, se ha logrado consenso en torno a la necesidad de traspasar la lógica meritocrática que se aplica al momento de seleccionar, en particular, a la etapa de desvinculación. Es decir, equilibrar el despido fundado sólo en la pérdida de confianza política, con argumentos basados en el desempeño del gerente público. El referente de gestión de cumplimiento que nuestro sistema incluyó fueron los Convenios de Desempeño, sin embargo, su uso ha sido prácticamente nulo. Es por ello que hace falta dotarlos de realidad institucional, es decir, protocolizar el proceso de discusión y definición de las metas de desempeño a cargo de los directivos, que vinculen los resultados institucionales y desempeño directivo. En este proceso, deben participar las autoridades gubernamentales y los directivos en la discusión y definición de los convenios de desempeño. Al mismo tiempo, se deberán contemplar procesos de seguimiento a los convenios, de tal forma que sea posible actualizar y corregir la formulación inicial de las metas y acercarlas al nivel de cumplimiento esperado. Igualmente, el acto del despido debiera fundarse en dicho referente y ser validado frente al Consejo de Alta Dirección Pública, quien debiera registrar la situación cuidando la confidencialidad.
Se debe materializar el desempeño como variable de retención o desvinculación de altos directivos públicos. Es bastante probable que aumente la renovación de los períodos de ejercicio y algunos de ellos completen el máximo posible. Sin embargo, nuestro modelo, no permite ninguna acción positiva para este grupo de directivos exitosos, salvo su salida del sistema. Por lo tanto, se hace necesario diseñar mecanismos que aseguren la retención del talento y la transferencia de conocimientos.
Sebastián Gómez
Presidente de la Asociación Gremial de Hoteles y Servicios Turísticos de Torres del Paine (HYST)